Contaban de un hombre al que llamaremos "Tirso", que había escuchado hablar incrédulo de esa leyenda, y de ese lugar a donde se internaban todos aquellos desesperados de no encontrar trabajo y regresaban meses después con costaladas de dinero.
"Estoy tan amolado, que trabajaría hasta para el mismo demonio", exclamó un día Tirso agobiado por las presiones económicas que lo hicieron capaz de clamar ese nombre con todas sus fuerzas. De repente escuchó los cascos de una bestia que cabalgaba en medio del monte. Entre los árboles apareció un hombrecito, montado en un gran caballo y en lujosa silla, cuyos cinchas se amarraban hasta arriba, para que el pequeño jinete alcanzara a meter los pies en los esrtribos. Posó su caballo en frente de Tirso y con voz fina le preguntó: "¿de verdad querés trabajar?.
Tirso sintió un nudo en el estómago, pero el hambre le apretó más la tripa que el mismo miedo y con la voz más delgada que la de aquel hombrecito, respondió a medias : "ah chish, y por qué no".
Entonces - le indicó el hombrecito -, subite en ancas que yo te llevo a trabajar al Cerro Colorado, pero eso sí, te tengo que vendar los ojos, porque no podés ver el camino hacia ese lugar. Cuando lleguemos, te destapo.
Tirso se dejó poner el pañuelo y se dispuso a emprender aquel viaje extraño, que le prometía un pago por un trabajo que ni siquiera sabía de lo que se trataba. Por el camino sólamente oía los cascos del caballo, pero en algunos tramos, sentía que el alma se le trastornaba pues escuchaba lamentos desgarradores y un intenso olor a azufre. Los escalofríos fueron su única compañía.
Por fin se detuvo el caballo y el hombrecito desveló la mirada de Tirso y éste comprobó lo que algunos contaban por las aldeas. Ese lugar era como lo pintaban, sombrío, tenebroso, frío y lleno de gente trabajando de lado a lado.
Allí había mujeres cocinando y limpiando, hombres acarreando basura, rajando y cargando leña, arriando ganado, matando cerdos y gallinas, en fin haciendo una y mil tareas. El hombrecito le indicó a Tirso que tenía que trabajar ayudando en la panadería. Le dijo sus tareas y antes de dar media vuelta, le advirtió: "Todo lo que veás aquí, no se comenta ni entre los trabajadores y todo lo que aquí pase...aquí se queda". Tirso asintió con cierta sumisión y se resignó a quedarse, viendo cómo el hombrecito se desparecía en su caballo.
En aquel lugar se vivía al revés. Se dormía de día y el trabajo empezaba a las 6:00 de la tarde. Había que hornear un pan raro, negro y sin sabor. Las cocineras preparaban grandes cantidades de comida y las otras mujeres la servían en unas mesas largas sin comensales. Ya servida la comida, salían de los comedores sin ver quienes iban a comer. Al rato se les avisaba que volvieran a entrar y recogían los platos, sin una una sóla migaja. Los platos parecían relamidos.
Era insano ver cómo la mejor comida se pasaba a los misteriosos comensales y la peor se repartía entre los trabajadores.
Así transcurrían los días, durmiendo de día y trabajando de noche, para alguien que nadie había visto. Entre los empleados casi nadie hablaba de lo que allí pasaba y lo que más intrigaba a Tirso era ver los platos que salían como limpios de aquellos comedores. ¿Quiénes podrían llegar con tanta hambre, para no dejar ni una sobrita de comida?.
Un día Tirso quiso desengañarse y a hurtadillas logró ver por la rendija de una puerta a quiens llegaban a comer cada noche. Mejor hubiera sido no averiguar nada, porque Tirso se llevó el susto de su vida: Después que las mujeres servieron la comida y salieron del lugar, cientos de cabros cornudos entraron al comedor y poniendo los cascos en la mesa, lamieron los platos hasta terminarse todo.
Tirso se asustó muchísimo hasta sentirse un poco enfermo y pasó algunos días en cama, deseando el día que regresara el hombrecito que lo trajo, para poder salir de ese lugar. Después de un tiempo se recuperó del susto y volvió a su trabajo, pero encontró que sus tareas habían cambiado. Ahora debía trabajar en el rastro, destazando animales para el consumo.
Su primera tarea fue ir a matar a una vaca robusta. Sin costumbre de matar animales, tomó el hacha para intentar cortarle la cabeza a la res, cuando ella exclamó: "no me matés mijo, soy tu tía". Tirso sintió morirse al escuchar hablar a la vaca y más diciéndole que era su tía.
Ella le explicó que a aquél horrendo lugar iban todos los que practiban la magia negra en la tierra y sus almas encarnadas en animales, eran esclavas nocturnas del demonio. "Los cabros que viste devorar la comida en las mesas, no son más que legiones del cachudo", le indicó la tía.
Luego le dijo que fingiera seguir enfermo y que pidiera a otro que matara a la vaca, y que luego pidiera irse de allí.
Así lo hizo Tirso y pretextando enfermedad, pidió regresar a su tierra, agradeciendo la oportunidad del trabajo. Al siguiente día, apareció el hombrecito jinete y antes de montarlo en el caballo le dijo: "tomá estos dos costales y llenalos de carbón, que te los vas a llevar".
Tirso obedeció al hombrecito y llenados los costales, se montó en ancas y emprendió el viaje de regreso, nuevamente con los ojos vendados y pasando por aquellos lugares hediondos a azufre, donde escuchaba lamentos y susurros.
El canto de los pájaros le indicó que había llegado a tierra conocida y quitándose el pañuelo de los ojos, descendió del aquél enorme caballo. Allí lo dejó el hombrecito, con sus dos costales de carbón, que sorprendentemente, se habían convertido en bolsas llenas de monedas de plata.
Ahora Tirso era uno más de los que había ido a trabajar al Cerro Colorado y su historia pasaría a ser parte de las leyendas del lugar. A lo mejor de esas que nadie creerá.
Ah, y al regresar a su aldea, llegó a tiempo al entierro de su tía, la que tenía fama de bruja...
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